Estamos en la era del cuerpo, en el cuidado de la imagen. Por eso hoy están de moda los gimnasios, las dietas, los spas, el mantenimiento de la piel. De aquí el afán de las publicitarias a través de los medios de comunicación y en las redes sociales de ofrecer técnicas y productos idóneos para promover la aspiración de tener una figura saludable y hermoso. Significando con ello que el dinero y el tiempo se invierten hoy en lo exterior, en cuidar y promover la apariencia humana.


A simple vista, lo dicho anteriormente no está mal, porque todos necesitamos atender nuestro aspecto físico, dedicarnos tiempos a nosotros mismos; gastar parte de nuestras ganancias en lo que nos gusta y nos hace feliz. Pero, la complicación aparece cuando por velar una cosa se descuida la otra. Es decir, centrarnos tanto en el cuerpo, que se nos olvide el espíritu, el interior, la conciencia humana. Pues, de qué le sirve a uno verse bien por fuera, si por dentro está lleno de amargura, tristeza, soledad, confusión y lleno de maldad.


Esta es la razón por la cual la propia naturaleza nos enseña que primero se forma y se fortalecen las raíces debajo de la tierra para hacer posible que el árbol pueda crecer y mantenerse contra viento y marea. Contrario sucede con aquellas plantas que se ven espectaculares, radiantes en su esplendor, pero eso no es suficiente cuando llegan las tempestades porque en un abrir y cerrar de ojos, todo aquello se cae de un tirón. Por tanto, si eso pasa con los árboles, hay que tomarlo en consideración para nuestro desarrollo personal y social, porque en el proceso de nuestra humanidad, son los
valores, los principios y nuestra conexión con Dios, lo que nos hará verdaderamente seres humanos.


Quizás lo que la sociedad y el mundo proponen como vía para la felicidad sea el materialismo, el lujo y la fama, como los caminos auténticos para ser “felices”, pero sabemos que la felicidad no es un objeto, no está en poseer, ya que todas estas cosas son momentáneas, pasajeras y engañosas, por no dar lo que aparentemente ofrecen. Por consiguiente, hay que aprender a elevar la mirada hacia los valores espirituales, darse la oportunidad de salir del afán cotidiano y encontrar en contacto con
lo divino.


En definitiva, para fortalecer el espíritu la Iglesia en el tiempo de Cuaresma, nos propone el ayuno, la limosna y la penitencia. No como ideas gastadas de cada año, tampoco como un rito más para cumplir con la santa tradición cristiana, sino como ese sendero necesario para dominar el afán de suficiencia, redescubrir nuestras debilidades y virtudes; también para recuperar las fuerzas desgastadas por los activismos de la vida.

Por consiguiente, comienza a echar raíces, a volver a sacrificar lo humano para vitalizar lo divino. Date el tiempo de mirar el rostro de Dios por medio de su hijo para realmente llenar tu corazón del amor que brota de Jesucristo para que jamás te falte aire
para continuar en esta vida.

Categorías: Opinión

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